Las ciudades, las buenas ciudades, lucen sus monumentos y edificios, pero lo que de verdad las distingue (porque incluso las ciudades mediocres tienen aquí y allá obras singulares notables) es la calidad de lo público. Alejandro Aravena lo dice certeramente: “Una ciudad debe medirse por lo que se pueda hacer gratis en ella”.
Y si esa preocupación por el valor de “lo público” ha estado en el centro de todo lo que se hace en Chile en los últimos dos años, hay que notar que hoy, al contrario de lo que se persigue, lo público se encuentra más amenazado y degradado que nunca. Por supuesto, en varios aspectos este deterioro venía de antes, pero la combinación de pandemia, estallido y poca gobernabilidad han acentuado esta crisis de casi cualquier cosa que venga seguida de la palabra “público”. El debate (público) es más agresivo, y su versión a través de Twitter, colérica y hasta falta de humanidad. La educación (pública) exhibe las consecuencias de uno de los cierres más prolongados del mundo, y del desplome de liceos emblemáticos. La fuerza (pública) carece de la validación y aval necesarios para ejercer su rol. El orden (público) es desafiado en varios lugares del país, y en Santiago, cada viernes. La imagen (pública) de los servidores (públicos), cuestionada.